martes, 16 de mayo de 2017

Carta por San Valentín


Tenía tan solo 11 años aquel 14 de febrero de 2006.

Cursaba por entonces Sexto de Primaria y era, por tanto, mi último año en el colegio antes de llegar al instituto. Yo era un niño tímido, de esos que pasan por los sitios sin dejar huella. Ni para bien ni para mal. Hace poco estaba haciendo limpieza en la habitación y me encontré por casualidad con los boletines de notas de aquella época. En el colegio nos daban tres boletines de notas al año, uno por cada trimestre, que debían firmar nuestros padres. Tuve años mejores y años peores. Años en los que “debía reforzar la escritura practicando todos los días un pequeño dictado”, algunos en los que “debía procurar leer habitualmente para mejorar la comprensión lectora” u otros en los que “debía mejorar los hábitos de trabajo”. Pero en todos los boletines había siempre la misma observación: “buen comportamiento” o “su actitud en clase es buena”. Quizás así se resuman todos aquellos años y buena parte de los posteriores en el instituto. Buen comportamiento.

Pero ese día fue una excepción. En toda mi vida solo me han escrito una carta por San Valentín y fue un 14 de febrero de 2006. No sabría escribir su nombre ni dibujar su cara. Solo consigo recordar que aquella chica no iba a mi clase. Creo que fue a la hora del recreo, el momento en el que la carta llegó a mis manos. Perdónenme por esta falta continua de memoria y por lo que les cuento a continuación. Aquel niño rompió esa carta y todas esas palabras, quizás las más bonitas que me han escrito nunca o al menos las más sentidas, acabaron en una papelera del patio. En una papelera junto a los restos de bocadillos, latas de refrescos, papeles intrascendentes, etc. En un sitio que nos les correspondía. Aquel niño mostró ese día su lado más tímido, más cobarde y el buen comportamiento acabó también en la zona más oscura de la papelera. Hay algo que sí recuerdo bastante bien, quizás sea una pequeña venganza propia por lo ocurrido ese día. Cuando ella se enteró de mi reacción dijo: “es un gilipollas”. No te faltaba razón. 

Es curioso, cuando menos, como funciona la mente humana. Recordamos cosas superfluas y sin embargo, aquellas realmente valiosas muchas veces se esfuman sin previo aviso. Casi nunca sabemos valorar lo verdaderamente importante, solo con la cura de humildad que conlleva el paso del tiempo somos capaces de comprender que era lo que ciertamente merecía ser recordado. Puedo describir con gran precisión situaciones insignificantes vividas en el colegio. En el patio había una pista de fútbol sala en la que jugábamos buena parte de los niños durante el recreo. Como éramos muchos, cada curso jugaba con su correspondiente balón. Pues bien, me acuerdo perfectamente que una vez conseguí parar dos penaltis al mismo tiempo. Pero, por el contrario, no recuerdo su nombre ni su cara. El nombre y el rostro de la única chica que me escribió una carta por San Valentín.


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